Su vista fascinada se fijó en la fachada dórica del templo. El severo edificio parecía transfigurado bajo los castos rayos de Diana. En él creyó ver la imagen ideal del mundo y la solución del problema que buscaba. Porque la base, las columnas, el arquitrabe y el frontón triungular le representaban repentinamente la triple naturaleza del hombre y del Universo, del microcosmos y del macrocosmos coronados por la unidad divina, que en sí misma es una trinidad. El Cosmos, dominado y penetrado por Dios, formaba: La Tétrada sagrada, inmenso y puro símbolo, Fuente de la Natura, modelo de los dioses. Sí; estaba allí, oculta en aquellas líneas geométricas, la clave del Universo, la ciencia de los números, la ley ternaria que rige la constitución de los seres, la del septenario que preside a su evolución. Y en una visión gradiosa, Pitágoras vio los mundos moverse según el ritmo y la armonía de los números sagrados. Vio el equilibrio de la tierra y del cielo, cuyo fiel de balanza representa la libertad humana; los tres mundos: natural, humano y divino, sosteniéndose, determinándose uno a otro y jugando el drama universal por un doble movimiento descendente y ascendente. Adivinó las esferas del mundo invisible, envolviendo lo visible y animándolo sin cesar; él concibió la depuración y liberación del hombre, desde esta tierra, por la triple iniciación. Él vio todo esto: su vida y su obra en una iluminación instantánea y clara, con la certidumbre irrefragable del espíritu que se siente frente a la Verdad.
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