"Para representar a la Unidad lo más conveniente es trazar una línea única cuyos extremos se juntan desapareciendo. Una línea simple es menos feliz, porque reconocemos en ella una línea cortada, imagen del Ternario, si se tiene en cuenta su cuerpo o sus dos extremos. Es verdad que dicho Ternario se encuentra en toda representación, dado que el Círculo determina un límite que separa al contenido limitado de un ambiente infinito. Hablando estrictamente, la Unidad no es representable: se concibe pero no se ve en ninguna parte. Su mejor símbolo es el punto matemático estrictamente imperceptible, que debemos situar en forma abstracta en la intersección de dos líneas o en el centro de un círculo. Es este punto inexistente materialmente que engendra la línea al desplazarse en el espacio. Nacida de la nada, la línea, al avanzar de frente o al girar sobre sí misma, nos hace concebir la superficie que, a su vez, se eleva, baja, oscila sobre uno de sus lados para darnos la idea del cuerpo de tres dimensiones. Esta generación es intelectual y lo que el espíritu humano saca así de la nada es la geometría.
La imposibilidad de formarnos una idea fiel de la Unidad nos obliga a volver al círculo, emblema tradicional de lo que no tiene ni comienzo ni fin. Ante la necesidad de animar una figura geométrica demasiado esquemática, los alquimistas griegos vieron en el círculo a una serpiente que se muerde la cola, el Uróboros.
La divisa EN TO IIAN, Uno el Todo, que acompaña al símbolo ofídico, afirma la fe en la unidad global de lo que existe y se puede concebir.
Los griegos partían de esta unidad en sus especulaciones y volvían a ella siempre para apreciar, en su relación, el valor de las cosas. No se ocultaban que ese Todo equivale a Nada para el empirista que sólo tiene por real lo que constata objetivamente; de ahí la idea de la materia primera de la Gran Obra, que los tontos no ven en ninguna parte y que los sabios adivinan en todo. Es el Todo-Nada, o la Nada-Todo sobre los cuales sólo se puede divagar con palabras.
Sin embargo, no conviene disertar en el vacío sobre el Cero vacío que, no obstante, no es la Nada, porque el Todo-Uno no deja nada fuera de sí. Vacío y Nada son palabras engañadoras: todo está lleno de “alguna cosa”. Es verdad que esta cosa puede escapar a nuestros sentidos, aunque se imponga al intelecto. Se la ha figurado como una sustancia diluida al extremo, sin más cualidad que la de extenderse indefinidamente. Los babilonios no dieron nombre a esta sustancia, aunque la poetizaron en Tiamath, la esposa de Apsú, el abismo sin fondo, el dios negro primordial, que duerme, se complace en sí mismo, y rehúsa crear cualquier cosa que sea. Este dios inactivo de la noche no puede representarse más que con un disco negro, porque es el dios de las tinieblas increadas, que se suponen anteriores a todo el devenir.
Para agradarle y unirse a él, Tiamath, su esposa, se volatiliza. Es como si ella no fuera, de tal modo se ha extendido y sutilizado. Es, en este estado, la Sustancia primordial, impalpable y transparente, uniforme y no diferenciada, precisamente lo que representa el Alumbre de los alquimistas. Sal filosófica por excelencia, principio de las otras Sales, de los minerales y de los metales, según la definición de Dom Antoine Joseph Pernéty, en su Dictionnaire mytho-hermétique.[1]
La imposibilidad de formarnos una idea fiel de la Unidad nos obliga a volver al círculo, emblema tradicional de lo que no tiene ni comienzo ni fin. Ante la necesidad de animar una figura geométrica demasiado esquemática, los alquimistas griegos vieron en el círculo a una serpiente que se muerde la cola, el Uróboros.
La divisa EN TO IIAN, Uno el Todo, que acompaña al símbolo ofídico, afirma la fe en la unidad global de lo que existe y se puede concebir.
Los griegos partían de esta unidad en sus especulaciones y volvían a ella siempre para apreciar, en su relación, el valor de las cosas. No se ocultaban que ese Todo equivale a Nada para el empirista que sólo tiene por real lo que constata objetivamente; de ahí la idea de la materia primera de la Gran Obra, que los tontos no ven en ninguna parte y que los sabios adivinan en todo. Es el Todo-Nada, o la Nada-Todo sobre los cuales sólo se puede divagar con palabras.
Sin embargo, no conviene disertar en el vacío sobre el Cero vacío que, no obstante, no es la Nada, porque el Todo-Uno no deja nada fuera de sí. Vacío y Nada son palabras engañadoras: todo está lleno de “alguna cosa”. Es verdad que esta cosa puede escapar a nuestros sentidos, aunque se imponga al intelecto. Se la ha figurado como una sustancia diluida al extremo, sin más cualidad que la de extenderse indefinidamente. Los babilonios no dieron nombre a esta sustancia, aunque la poetizaron en Tiamath, la esposa de Apsú, el abismo sin fondo, el dios negro primordial, que duerme, se complace en sí mismo, y rehúsa crear cualquier cosa que sea. Este dios inactivo de la noche no puede representarse más que con un disco negro, porque es el dios de las tinieblas increadas, que se suponen anteriores a todo el devenir.
Para agradarle y unirse a él, Tiamath, su esposa, se volatiliza. Es como si ella no fuera, de tal modo se ha extendido y sutilizado. Es, en este estado, la Sustancia primordial, impalpable y transparente, uniforme y no diferenciada, precisamente lo que representa el Alumbre de los alquimistas. Sal filosófica por excelencia, principio de las otras Sales, de los minerales y de los metales, según la definición de Dom Antoine Joseph Pernéty, en su Dictionnaire mytho-hermétique.[1]
Ninguna propiedad del alumbre vulgar justificaría esta preeminencia; parecería también que hubiera un juego de palabras, porque Alumbre (Alun en francés) evoca Lo Uno, sustancia fundamental, análoga al Eter que constituye la esencia íntima de las cosas, su trama sutil desprovista de cualidades diferenciales; dicho de otra manera: el sustrato, inmaterial en cierto modo, de toda materialidad.
En las cosmogonías es el Caos primitivo, en el que se confunde, ahogado en la homogeneidad, todo lo que toma forma y cualidades distintivas. Es Tiamath antes del furor que turba bruscamente su limpidez, por condensación, y transforma a la esposa de Apsú en agua densa y salada, de donde surgirá la creación.".
En las cosmogonías es el Caos primitivo, en el que se confunde, ahogado en la homogeneidad, todo lo que toma forma y cualidades distintivas. Es Tiamath antes del furor que turba bruscamente su limpidez, por condensación, y transforma a la esposa de Apsú en agua densa y salada, de donde surgirá la creación.".
[1] París, 1758.
(*) Oswald Wirth, EL SIMBOLISMO HERMÉTICO Y SU RELACIÓN CON LA ALQUIMIA Y LA FRANCMASONERÍA, Paris 1910, p. 10-11
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